Me encuentro en un entorno quizá poco usual. Al menos para mí. Hace unos días tomé tres aviones para llegar a Almaty (Kazajistán). Los tres aviones no se deben a una escasa comunicación con la ciudad kazaja, sino a mi empeño por lograr un billete de módico precio.
Ojalá pudiera abrir más los ojos para retener todo lo que ven en la capa reticular. Considero que soy una persona fácil de asombrar, sin embargo en este instante hasta el asombro me resulta escaso para definir mi estado…
Palabras. Significados. Sentidos.
Las construcciones, las distintas gentes (kazajos, rusos, árabes…), las costumbres, la gastronomía (sencilla pero de chuparse los dedos), las montañas, los autobuses, los bazares… Paro ya de enumerar pues seguiría mencionando las pequeñas sorpresas y aprendizajes de cada día.
A la par, otro suceso… Mis ratos de lectura. Ha coincidido con estos últimos días que he leído (empezado y terminado pues lo he devorado) El árbol, de John Fowles. Desde niño se enfrenta a los modos de ser y de hacer de su padre: británico hasta la médula, en todo ve categorías, orden, eficacia… Hasta la hermosura que puede surgir al ver y trabajar un huerto con sus arboles frutales hay cierto cuadriculamiento.
Fowles protesta ante esta actitud.
Ponerles nombres a las plantas siempre implica categorizarlas y, por tanto, proceder a su recogida en un intento de poseerlas. Y dado que el hombre es una criaturas altamente codiciosa, que parece haberse dejado lavar el cerebro en la mayoría de las sociedades modernas para creer que el acto de adquirir algo es mucho más placentero que el hecho de haberlo adquirido, que conseguir es mejor que haber conseguido, sucede que esos nombres y los objetos a los que se vinculan pasan a estar obsoletos muy pronto. Hay una necesidad constante, una compulsión por buscar formas nuevas y darles un nombre en el contexto de la naturaleza: nuevas especies y experiencias. Todos los días me quedo sin palabras ante lo más próximo, que, de tan conocido, pasa a ser desconocido.
En ocasiones hay libros (personas, hechos, lugares…) que nos colocan en nuestro sitio. Las páginas de este breve libro han cumplido su misión hacia mí: me han cuestionado, con gesto desafiante, mi «ambición» por nombrar, por buscar y encontrar una palabra específica para algo concreto. Me parecía que así afinaba el lenguaje, despejaba matices confusos a ideas, sentimientos, sensaciones… Sin embargo, cometía un delito simultáneamente: «encerraba», encarcelaba conceptos amplios, a veces inabarcables, en unas pocas letras (siempre son pocas aunque se trate de una enciclopedia para designar una parte de lo inmenso).
Y podemos imaginar que «lo inmenso» nos aguarda sólo en el universo, donde nuestra mirada no alcanza todo, o cualquier otro hecho que pueda hacernos enmudecer.
Lo que está a nuestro lado puede querer escapar de nuestras palabras y categorías, de nuestro orden. Y cuando estaba en éstas, me topé con la naturaleza del Bу́kreev (bueno, y de más lugares indómitos, pero fue en el ascenso a este pico cuando caí en la cuenta de manera más consciente).

Me gusta mucho la montaña, la naturaleza, no obstante, «de tan conocido», me resultaba desconocido: flores que se apiñaban formando grupos heterogéneos dando lugar a colores diversos en un mismo punto, árboles que se mezclaban con ellas y con los arbustos sin pedir permiso por su invasión… Pero, ¿se trataba de una invasión realmente? No lo parecía pues se veía más vida que en un campo cultivado.
Es más, cuando empezamos a hablar de la naturaleza, enseguida me invade la sensación de que estamos hablando de dos cosas diferentes: ellos, de algún concepto intelectual abstracto, y yo, de una experiencia más profunda cuyo valor reside en el hecho de que no se puede describir directamente por medio de ninguna formulación artística… Ni siquiera la de las palabras.
En cierto modo, me pareció una derrota percatarme de esta realidad. ¿Mi ambición dónde quedaba? Al poco llegó la posible respuesta: en conjugar las palabras con los silencios, la descripción y la pausa, las categorías y lo innombrable.
Descubrí también que había menos choques de los que había imaginado entre la naturaleza conceptuada como un ensamblaje externo de nombres y hechos y la naturaleza como un sentimiento íntimo; que los dos modos de contemplarla o de entenderla podían casar y producirse al mismo tiempo, enriqueciéndose mutuamente.
He palpado de qué manera pueden un libro y un entorno acompañar a un recorrido de pensamiento. Aquí se halla el reto, no el dilema: no se trata de escoger entre un modo u otro, sino de combinarlos. Posiblemente resulte más difícil este aparente camino a medias, pero no consiste en esto… sino en encontrar el sendero sinuoso que se adentra entre ambos, a veces incómodo por no ser un camino ancho, rendido a nuestros pasos.
Se trata de dejar ser, no intentar aferrar un elemento o un concepto. Dejando la mano sin pretensión de poseerlos, no se caerá en la búsqueda ansiosa a veces de un propósito a todo lo que nos rodea, una fórmula eficaz y eficiente. Se tratará más bien de un ejercicio de libertad: no sólo de «dejar en libertad» lo que se nos aparece a nuestras conciencias, sino de un aprendizaje en cuanto a nuestra propia libertad.
Es este el motivo principal por el que encuentro una clara analogía entre los árboles, el bosque, y la prosa de ficción. Todas las novelas son también, de alguna manera, un ejercicio consciente de búsqueda de la libertad, y lo son incluso cuando en esas novelas se niegue la existencia de dicha libertad.

