Me llamo Eva Holman, casada con un militar, Iosif, al que cuido porque no se puede valer por sí mismo, y vivimos en Extremadura. Al final respiramos paz: hemos sometido a los bárbaros.

Sin embargo, una noche empecé a escuchar ruidos. Me asusté. Nos dieron a elegir donde establecer nuestra casa, y quizá cometiera el error de haber escogido una alejada del pueblo.

Salí con una escopeta. Y entonces lo vi. Podría haberlo matado o al menos denunciado su presencia.

El acero estriado del tubo será mi boca, y la pólvora apretada, mi grito.

Pero callé. Apenas hablaba: sólo unas palabras conseguía arrancarle. Se veía que llevaba tiempo sin asearse y sin cambiar la ropa.

Me pongo delante de él y, por fin, se detiene. No me mira. Sus ojos flotan libres en las cuencas. Se mueven de un lado para otro sin sentido, como si todo mereciera un instante de atención.

Día tras día conseguí hacerme una idea de su historia, pero no me lo podía creer. Nunca había pensado en el sufrimiento que pasaron, las humillaciones…

Poco a poco, Leva ha desnudado su alma y he podido reconstruir lo sucedido. Iosif sigue haciéndose sus necesidades encima, y yo me meto menos prisa para ayudarle: me da asco.

La chaqueta que lleva es de calidad aunque ajada, y contiene un mensaje para el teniente Bloom: una recomendación. Le escribí y recibí respuesta. Hablé con el cura que llegó al poco de la invasión… Pinceladas que completan el cuadro con dolor.

Y mientras él parecía aligerarse, era yo la que iba cargando con su lastre. He podido ver cómo con cada gesto se desvestía, despojándose de cuanto le retenía hasta desvanecerse, mezclado con la tierra, con su tierra. Y yo a su lado, un día tras otro, creyendo al principio que estaba cautiva por su silencio, cuando no era eso.

Lo que temía al fin sucede: me convocan al consulado. ¿Qué me aguarda tras cometer este delito? Me resulta indiferente. No voy a pactar más con las humillaciones, muertes, torturas… No quiero formar parte durante más tiempo de los que provocaron esos gritos de desesperación cuando les arrancaban la vida…

A mediodía, uno de los hombres, un trabajador de la bodega, reconoce el rostro de su padre. El grito escalofriado del hijo se eleva por encima de las copas de las encinas. Arrodillado, se abraza al cuerpo inerte. Une su pecho al de su padre, que sumerge sus manos en ese mar desnudo.

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