Una vez más me encuentro con la precisión y sutilidad de Rilke. He podido descubrir una vez más cómo el alma de poeta, su mirada y su percepción, son modos únicos de captar lo que puede implicar una «simple» pincelada, un mero juego de colores en apariencia…

Aunque cada modalidad de arte tenga su expresión particular, se pueden entrelazar: donde quizá no llegue la palabra, lo alcanza la pintura; el dinamismo puede verse potenciado en una escultura; el progreso y la evolución en la consecución de letras… Y sin embargo, es posible observar una pintura llena de dinamismo, leer un fragmento plenamente pictórico y visual, etc.

Hace falta abrirse. Dejarse interpelar por lo leído, observado, palpado, para intuir qué me tiene que decir, y especialmente, qué me puede decir en relación a mi vida. Cómo me puede empujar a la vida, ésa que corre o se para a mi lado, o delante, o dentro.

… aquí está de nuevo la misma lluvia que en tantas ocasiones te he descrito; es como si el cielo hubiese alzado la vista solo un instante, para continuar después leyendo en las monótonas líneas de la lluvia. Aun así, no es fácil olvidar que bajo el turbio encalado de esta luz y estas profundidades está lo que vimos ayer: ahora al menos nos consta.

Esta misma mañana he leído lo que decías de tu otoño, y todos los colores que metiste en tu carta han llenado a rebosar tmi conciencia de fuerza y rayos de sol. Ayer, mientras yo aquí me admiraba de la difuminada luz del otoño, te adentrabas tú en otra, la de nuestra tierra, que está pintada sobre la roja madera, como esta lo está sobre la seda. Una y otra luz nos alcanzan; así de profundamente estamos enraizados en la base de toda transformación, nosotros, los inconstantes, los que nos desvivimos por entenderlo todo, los que (cuando ocurre que algo escapa a nuestro entendimiento) hacemos de lo inmenso el argumento de nuestro corazón, para que no nos destruya.

Y se encuentra el poeta con numerosos artistas de su época, y con cada uno le espera una reacción, una sensación, una reflexión… Y, cuando ve a Cézanne…

Hoy he vuelto a estar junto a sus cuadros; es fascinante la sensación de cercanía que transmiten. Cuando uno se sitúa entre las dos salas y no contempla ninguno en particular, se siente su presencia confluyendo hacia una realidad colosal. Es como si esos colores acabasen de una vez por todas con cualquiera de mis vacilaciones. La conciencia de esos rojos y esos azules, su sencilla veracidad, nos educa…

Es todo un reto detenerse ante una obra de arte, contemplarla, y dejar que la propia subjetividad describa lo que percibe. No es sólo exteriorizar: esto es poco. Es poner palabras a los movimientos internos que suceden. Mucho más profundos y que surgen de la experiencia estética:

Uno se percata también, cada vez con más agudeza, de cuán necesario resultaba ir más allá incluso del amor. Es muy natural amar cada una de estas cosas cuando uno las hace; pero si uno llega a mostrar ese amor, ya no hace tan bien, porque amando juzgamos, en vez de limitarnos a decir. Así deja uno de ser imparcial, y lo mejor, el amor, queda fuera de la obra, no se integra en ella, queda a su vera y sin actualizar: así nació la «pintura de atmósferas» (que en nada mejora a la que se enfoca en el objeto). Se pintaba diciendo «amo esto que está aquí», en vez de pintarse «esto que está aquí», y a partir de ahí que cada cual juzgue si he amado tal cosa. No es para nada evidente, y no faltará quien concluya que no hay amor alguno en tal discurso. No queda traza; todo el amor se consume en el acto de la creación.

¿Y cómo describir toda la potencialidad que reside en los colores, las formas… la composición?

Hoy se clausura el Salón. Y puesto que será la última vez que iré de allí a casa, querría repasar de nuevo un violeta, un verde o ciertos tonos azules que, según me parece, debería haber mirado mejor, para que se hiciesen indelebles en mi memoria. Y es que, aunque con tanta frecuencia me haya detenido frente a ellos con una atención absorta, me cuesta que mi mente retenga el inmenso juego de colores de La mujer en el sillón rojo; tanto como retener un número de muchas cifras. Con todo, he conseguido que se me quede grabado, cifra por cifra.

En la claridad del rostro se aprovecha la proximidad de todos estos colores para un sencillo modelado: incluso el castaño de los cabellos, partidos por una raya en medio que culmina en un moño, y el insulso marrón de los ojos, han de pronunciarse contra su entorno. Es como si cada punto del cuadro supiera del resto. Hasta ese extremo participa cada punto; hasta ese extremo brotan la aceptación y la renuncia ante sí mismos; hasta ese extremo se preocupa cada uno a su manera del equilibrio y lo efectúa; de igual modo que, en resumidas cuentas, todo el cuadro mantiene la realidad en equilibrio. Se dice que es un sillón rojo (que es el primer y definitivo sillón rojo que se da en la pintura): pero solo porque en él se ha conseguido ligar una experimentada suma de colores que, como quiera que sea, refuerzan y reafirman el rojo que hay en él. Para alcanzar el máximo de su poder expresivo, el sillón está pintado con gran vigor alrededor del ligero retrato, hasta el punto de que parece una capa de cera…

Y esto es sólo un vestigio de lo que es este breve libro, pero para releer de forma ocasional.

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