Te espera donde estás. Pero. Sí, hay un pequeño «pero». Ella estará ahí, aguardando tu presencia, tu mirada, para que te golpee bien dentro y se te clave. No será doloroso. O al menos, no sólo dolor. También gozo porque te ensancha, te respira y la respirarás. Muy distinto al oxígeno necesario. Y no escupirás dióxido de carbono. ¿El qué, entonces? Realmente, depende de ti.

Perdona. Se me olvidaba hablarte de ese «pero».

Ella te espera donde estás… pero tienes que estar. Estar en su sentido pleno: presente, atención plena, asombro, despierto… y libre. Libre tú para dejarla a ella ser lo que es, que también es libre. Más bien, es libertad. No quieras extender tu mano, no quieras agarrarla. Déjala ser, existir… Déjala seguir esperando. A ti, a otro, pero para cada uno, única. No se repite. Déjala seguir respirándote y soltando el aire purificado por ti. Eso es lo que depende de ti.

No la adulteres. No la domines. No la imites. Sería imposible y quizá resultara una violación.

Respira. Déjala que se te meta y que haga de las suyas. Ábrete. Y verás lo que te hace.

Y esto sólo será el inicio. Pero tienes que estar, y dejarla ser. Dejará de haber dos elementos.

Martes 31 de diciembre

Cada mañana tengo una cita con la belleza del mundo. La belleza del mundo está sentada frente a mí. La belleza del mundo cambia de silla todos los días. La belleza del mundo, al despertarme, estaba apoyada, soñadora, en el portal blanco de una casa al otro lado de la calle. Ayer la belleza estaba sentada con traje sastre en las flores que acababa de comprar, rosas de un blanco cremoso. La belleza del mundo es discreta, conoce el esplendor de la humildad. La belleza del mundo sabe volverse invisible y pasar de incógnito sobre las alas de Mozart o en las carreras de Bach. La belleza del mundo tampoco desdeña el jazz. La belleza del mundo es hermosa por no desdeñar nada. Todo le resulta refugio, templo, escena. La belleza del mundo ha posado esta mañana sobre mis hombros sus manos de nieve. Me ha mirado fijamente a los ojos, me ha dicho: tú, tú tendrías que hacer como yo, dormir mucho tiempo, morir mucho tiempo, una cura de ausencia y de silencio, mira que bien me queda. Y la belleza del mundo se puso a bailar sobre mi mesa de trabajo una danza torpe, adorable. Sonreí. Me preparé una tercera taza de café, las dos primeras no cuentan, las dos primeras nunca cuentan. La belleza del mundo se sentó en el borde de la taza, me dijo: adivina de dónde viene mi lozanía. No sé, le contesté, apártate un poco, no quiero tragarte con el café. La belleza del mundo prorrumpió en risas, hizo la visita de la casa, metió sus narices en mis cuadernos, recogió un jersey que se había caído de un sillón, se asomó a la ventana, se volvió gritando: mi lozanía, sabes, es porque desespero y espero al mismo tiempo, a cada segundo, me va bien a la cara, ¿no te parece? Después la belleza del mundo partió en todas direcciones a la vez y yo fui a preparar una cuarta taza de café.

Autorretrato con radiador, de Christian Bobin.

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