Yo era tal vez la última en dormirme. Poco a poco, a mi alrededor, me iban arrebatando todos los cuerpos; la respiración crecía como un capullo en cuyo interior estaban las almas de mis compañeras. Entretanto, mi cuerpo se transformaba en árbol; pero para ser perfecto debía librarse de ese destello de vida animal de más. Entonces se planteaba el siguiente problema: ¿debía salir por abajo, a través de las raíces, o por arriba, a través de la copa? A veces el destello salía por arriba y entonces yo empezaba a soñar: veía mi sueño extenderse por la almohada en forma de hojas y ramas. Otras veces, en cambio, había que obligarlo a salir por abajo, y así, me frotaba poco a poco todo el cuerpo; o bien empujaba aquel destello hacia abajo, manteniendo las palmas de las manos en el vientre. Hasta que me precipitaba, como arrastrada por un torbellino.
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Y dejo que la protagonista siga hablándoos con su estilo peculiar, dejándose llenar por sus recuerdos de infancia.
Fumaba raíces de regaliz, bebía en cálices de flores, metía el dedo en las bocas de león, desafiándolas como si fuesen anima les feroces, pero me olvidaba enseguida del juego y chupaba sa néctar dulce. Cavaba hoyos en la tierra y metía dentro insectos vivos y muertos, las flores de arveja-lactantes, las ramitas espinosas que imaginaba como soldados; jugaba a las tumbas. Quizás inspirasen aquel juego los celos que les tenía a mis hermanos y el ensañamiento de la guerra a nuestro alrededor.
Trenzaba esteras y techos con forraje, pero sobre todo jugaba al mercado con los bulbos, el cebollino, los pimientos ornamentales, las pequeñas granadas, las bayas de los cipreses y las cápsulas de los castaños de Indias.
Jugaba a soplar el diente de león y el deseo no formulado se parecía al vuelo ligero de aquellos pelitos. Creía entonces que «deseo» no significaba desear una cosa determinada, sino que formaba una unidad con aquel soplar y esfumarse. Me quedaba pasmada cuando mamita o Dida, curiosas, me preguntaban qué había pensado; en el formular deseos encontraba la misma dificultad que sentí años después delante del cura al enumerar mis pecados.
