La metáfora recorre todas las páginas desde que empieza el autor a dibujar lo que quiere plasmar: el mundo, la vida que surge a partir de nuestras manos. Él es escritor, una ocupación intelectual pero que él compara con la labor artesanal del campo, de la construcción…
Juntos con su familia comienzan a habitar una casa medio derruida en un terreno de un pueblo del sur de España. Sin embargo, el terreno tiene un posible final: cuando el propietario logre una financiación, derribará la casa y se construirán nuevas edificaciones.
El autor y su familia comparten un diálogo desde entonces con la casa a través de sus miradas y sus manos. Reconstruyen, pintan, encalan, reparan… Ensillan burros, pasean por el campo, aprenden de sus vecinos… Mientras la vida pasa y pasa: sus hijas crecen, su suegra contrae una enfermedad que la va deteriorando, sus libros se publican, el mundo se paraliza con el COVID, van y vienen de la ciudad al campo…
El relato se teje entre sucesos cotidianos y reflexiones, construyendo una metáfora de la vida. Sólo en esta serenidad y contacto con lo real, palpado con las manos, da el significado auténtico del tiempo:
Juanlu solía contar conmigo sin preguntarme. Disponía de mi tiempo como si fuera suyo y eso me gustaba porque difuminaba nuestros respectivos límites y corroía mi ego. El tiempo que cada uno de nosotros dedica a sí mismo es el terreno en el que la libertad y la identidad juegan. Solo en ese espacio privado podemos ser plenamente nosotros, nos decimos. En esa soledad no supervisada nos entregamos sin miedo a quienes somos: nos metemos el dedo en la nariz o gozamos con la untuosidad de una chocolatina que quizá no deberíamos tomar. El tiempo propio es un territorio sobre el que cada uno reina de manera indiscutible. Que otras personas puedan entrar en ese reino sin llamar puede ser una tortura o una alegría. Depende de si hemos sido nosotros quienes hemos entregado la llave o si esta nos ha sido arrebatada.
Y parece que se acerca el momento. Lo tenían presente en cada interacción con la casa, pero en el fondo lo ocultaban bajo un «ya llegará más adelante», confiando en que no sería así. Sin embargo, el instante del desarraigo acude sin remedio y entonces se ponen palabras a lo que realmente sucede: no sólo es la casa, no sólo se trata de un cambio o de un cierto abandono, es algo más.
Sentí algo parecido a lo que ya había sentido alguna vees en mi vida al recibir la noticia de la muerte de alguien cercano. De entre todas las emociones que se mezclaban en situaciones así, dominaba la de la pérdida, la certeza súbita de que no volvería a ver a ese ser querido. El resto de las emociones, la pena, el dolor, su ausencia, podían esperar. Irían apareciendo con el paso de los días, de los meses. En ese primer tiempo lo que se imponía era la radical interrupción de lo que había sido una constante: la muerte hará imposible que vuelva a verte.

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