En algún lugar de la casa alguien pronuncia su nombre. ¿Juan? ¿Has llegado? Es la voz de su hermana Isabel (…).
El resplandor que entra desde el patio hace que la silueta de las dos mujeres reverbere (…). Las observa en silencio. Isabel intenta bajar la cremallera atascada de la rebeca. Cambia de posición, tira de la parte inferior de la prenda para tensarla pero no consigue su propósito. Es el forro, dice la madre, que se ha descosido y se me engancha. La hija resopla dando tirones cada vez más bruscos. Es que vaya con la rebeca, dice la hija. Qué le pasa. Pues que llevas con ella treinta años. Una rebeca con forro, dónde se ha visto eso. Y en pleno verano, mamá, que te vas a asfixiar. Está flamante, dice la madre. Flamante es una palabra que solo usa su madre. Sí, ya lo veo que está flamante. Por eso llevo aquí un rato pegando tirones. Sus figuras se confunden entre sí contra el resplandor exterior. Son dos luchadoras goyescas. Forman una sola mancha cuyo halo fosforescente muta como el de un microorganismo en un cultivo acuoso.
Juan se ausentó ciertamente pronto de su vida familiar para tratar de encontrar su sitio en Edimburgo: aprender inglés, una beca, estudios y colocaciones posteriores. Todo eran motivaciones y promesas que, sin embargo, no le permitieron obviar su verdadera intención: huir de la fábrica, del pueblo, de su familia. No por nada realmente problemático, sólo por necesidad de transpirar la libertad, la autonomía, la independencia.
Este viaje de vuelta a casa por una semana tiene una causa: el fallecimiento repentino de su padre tras un cáncer y un empeoramiento. Isabel, su hermana, le reprocha todas sus ausencias y frialdades desde que se encuentran. Le avisó del estado de su padre y no ha osado acudir hasta el fin.
El sonido de los tacones arrastrándose de manera desigual. Un patrón tan singular como la huella dactilar o los colores del iris. Solo los miembros del clan pueden decodificar determinados signos.
Juan se encuentra en un mundo casi paralelo, como anestesiado. Hasta que se encuentra de golpe con su realidad: Isabel marcha a EEUU con su familia por motivos profesionales, su amigo Fermín le abofetea de palabra diciendo que se ha vuelto un «gilipollas» y se tiene que quedar con su madre, recién diagnosticada de Alzhéimer.
De su libertad absoluta que ha tenido que abandonar (sus queridos rododendros y su jardín botánico escocés) pasa a estar pendiente de una mujer que ha vivido abnegada, sin quejarse, y que se vuelve dependiente paulatinamente.
No sabe qué hora es cuando llega a casa. En la cocina, la bandeja de la cena está donde él la había dejado. Destapa el cazo. La sopa, intacta. El cuenco, limpio; la cuchara, a un lado sobre la servilleta de papel sin usar. Las siete pastillas de la noche están en el fondo de la tacita que usan para dosificar los medicamentos (…).
Juan regresa a la cocina y abre el frigorífico. Todo está como lo dejó. No falta nada, no hay peladuras de naranja en la basura, ni migas de pan ni un vaso de agua a medio beber. Su madre no ha cenado.
