La autora logra captar y retener al lector desde el inicio de las páginas: relatado en presente, con un vocabulario rico, preciso y natural, que no pierde la sencillez sin ser simple, viajando al pasado o incluso con alguna incursión a lo que está por llegar.
Sabemos el final: el hijo de Agnes y William Shakespeare (que, por cierto, nunca aparece su nombre ni su apellido, y resulta espontáneo cómo se refiere a él o a su familia), Hamnet, murió cuando aún era un niño. Maggie O’Farrell deja claro lo que pertenece a su investigación histórica y lo que es ficción, y se entrelazan tanto que dan una historia verosímil y cuidada al detalle para que no pierda su coherencia interna.
Agnes parece una bruja, una loca, una tonta, una profeta… Así la tildan muchos en su entorno cercano, y sin embargo esto no impide que deje cautivado el corazón del preceptor de latín. La complicidad pasa a algo más y deciden forzar a sus familias para poder casarse. Dos almas sensibles que encuentran en el otro un entendimiento profundo:
Se tumbó, acomodó el cuerpo al de su marido y él pegó la cara a su espalda. Encontró un mechón de pelo suyo y lo alisó y lo retorció una y otra vez entre los dedos, imaginándose que los pensamientos de él circulaban por el mechón hasta sus dedos como absorbe agua un junco por su tallo hueco.
Nace Susana y, poco después, los gemelos: Judith y Hamnet.
Son felices a pesar de la sombra familiar que se cierne especialmente sobre «el marido» (o «el padre», «el preceptor»…). No obstante, llega el día en que Agnes «huele» el malestar profundo que embarga a su marido y logra que su padre le mande a Londres a continuar el negocio y ahí encuentra el sentido de su vida: el mundo del papel, tinta y corrales de comedia.
En esa ausencia sucede lo terrible: entra la peste que pretende adueñarse de la vida.
Hamnet la mira, se fija en el pequeño pliegue del entrecejo, en el borde de la toca, que está desgastado a la altura de la oreja, en los mechones de pelo rizado que se le salen por detrás. Piensa en la palabra «pústulas», que le recuerda un poco a algo vegetal, que imita lo que describe con un sonido hinchado. Un miedo frío le baja por el pecho y en un instante le envuelve el corazón en una capa de hielo crujiente.
La descripción de la autora alcanza límites insospechados desde el recorrido posible para contraer la peste hasta las sensaciones o los pálpitos que se pueden llegar a tener. O las diferentes maneras de vivir un duelo, o cómo se pudo gestar la gran pieza teatral que lleva el nombre del niño.
Lo único que sabe hacer es garabatear páginas -es lo que ha estado haciendo una semana tras otra, sin salir apenas de la habitación, sin comer casi, sin hablar nunca con nadie- y espera que al menos algunos dardos alcancen su objetivo. La obra, toda entera, de arriba abajo, le llena la cabeza. Está ahíen equilibrio, como una fuente repleta que se sostiene en un solo dedo. Se mueve dentro de él -esta, mucho más que cualquiera de todas las que ha escrito- como la sangre por sus venas.
