Gracias a B. por confiarme su diario donde deja entrever retazos de su experiencia, una historia de lucha por vivir en lo que estaba de su mano, sin ignorar lo que se jugaba.
Este relato es por y para ella, y para tantos que miran de frente a sus propias batallas por la vida cada día, o lo intentan.
Te pido perdón si me he tomado excesivas licencias en la narración.


No es necesario adelantar la sangre para que llegue al corazón,
la vida llega en punto (…)”.
Luis Rosales, Diario de una resurrección.


I
Ahora lo entiendes.
Era normal que cogieras algún resfriado durante el invierno, y ese año te pusiste enferma en unas cinco ocasiones y con fiebre muy alta. No solías ir al médico porque no te encontrabas tan mal como para necesitar de medicamentos específicos, pero con el cuarto catarro, ya extrañada de tanta vulnerabilidad, acudiste al centro de salud y te recetaron antibiótico. Cada uno de ellos te duró varios días, incluso semanas. “Estarás más cansada y estresada”, oía que te decían, y yo sabía que tratabas de sonreír y canturreabas en voz baja aquella canción de Jarabe de Palo que luego se convirtió en tu asidero: “Gracias a ti seguí remando contra la marea”.
Sin embargo, no fue únicamente este insólito hecho.
Ahora lo entiendes mejor.
Esos mareos, esa fatiga que te aprisionaba el pecho, los distintos miembros de tu cuerpo, esa falta de apetito. Subir la escalera te suponía un esfuerzo ímprobo, ¡con la de montañas que has subido siempre y los kilómetros que recorres caminando por la ciudad! La verdad es que no le dabas mucha importancia porque tampoco te impedían continuar con tu ritmo habitual ni interrumpían tu trabajo, aunque sí que te veías algo torpe y lenta lo que a veces te impacientaba.
Sí, ahora entiendes.
Desconocías de dónde provenían aquellos dolores, tan intensos en algunos momentos. Tratabas de aguantar porque ningún profesional daba muestras de advertencia: sesiones de fisioterapia, analgesia recetada por tus médicos… No comprendían cómo podías tener tanto dolor con todas las posibles soluciones que te indicaban.
Y es que ahora lo entiendes, ahora que vuelves sobre tus pasos. ¿Te acuerdas de aquel día en que se te cayó la regadera al poco de levantarla? Cuando conseguiste sostenerla entre las dos manos, derramaste a duras penas algo de agua sobre tus plantas, ésas que te hacen compañía desde hace años, ésas que te miraban y comprendían mejor que los humanos lo que te sucedía. ¿Recuerdas aquellos moretones que emergían? Me observaban impávidos, sin alterarse por lo que yo pudiera hacer, pero no le di importancia: no siempre he conseguido contrarrestar los golpes o heridas. Me podría haber encogido de hombros con cierto desconcierto si se pudiera decir esto de mí.
Tengo que confesarte que yo tampoco entendía en aquellos momentos. Siempre he estado contigo, en ti, mejor, entre ti. No veía tus muecas pero las intuía. Las acompañaban las palpitaciones que se habían vuelto tan habituales: esos delicados o bruscos empujones me precipitaban más dentro y más fuera de ti. Escuchaba las mismas palabras que resonaban en tus oídos de voces tan cercanas: “Esto no tiene sentido: ¡no hay una causa! Tómate los analgésicos y antiinflamatorios, se te tendría que pasar con eso…”. Hasta que te quedaste en la cama.
Aunque eres, somos, “poca cosa”, sorprendió alrededor tu ausencia pues nunca guardabas cama, y es que esta vez carecías de fuerzas para erguirte o siquiera para girarte. Una amiga médico, como de la familia, te hizo mover las piernas con unos determinados movimientos, y el consejo acudió rápido: “Ven a mi hospital, te ingresamos y te hacemos pruebas”. Y fuiste.
Desconozco cuáles te realizaron, yo no sé de esas técnicas, pero las sufrí y en esta ocasión más que tú aunque me lo pongas en duda. De repente una temperatura extrañamente elevada me invadía; en otro instante parecía que un metal me recorriese totalmente; otras veces me vaciaban… Comencé a escuchar que tenías costillas rotas, vértebras aplastadas, ¿cómo podía ser que yo no lo hubiera notado? Nada más percatarme de ello habría acudido para ayudar en la regeneración con mis posibilidades.
Fue entonces cuando lo comprendí yo. Antes que tú. Antes que los médicos. A medida que había transcurrido el tiempo, me había perdido. ¿Cómo no me había dado cuenta? Me miré y vi con realismo la transformación que había sufrido paulatinamente: me encontraba pálida, acuosa y lenta. Muy lenta. Mis energías se habían esfumado tan poco a poco que no había reclamado mi atención.
Quizá me puedas exigir una respuesta al gran interrogante que me surgió aquel día: ¿por qué has permitido que sucediera esto? ¿Qué te ocurrió para que simplemente cedieses y dejaras pasar sin control al exceso, a ese torbellino que avanzaba implacable?
Y tienes razón, no puedo dar ninguna explicación que me justifique, y a pesar de ello te pido que no me eches la culpa. Sobrevino sin más, perdí mi vitalidad restando a la tuya, porque yo soy tú a pesar de que tú no seas sólo yo.
A los pocos días oí el nombre con el que se identificaba el vacío de mí que estaba soportando: leucemia. Bueno, ésta fue la palabra más repetida porque solía complementarse con otras que no recuerdo, muy difíciles, y que tú apenas repetiste por resultarte asimismo desconocidas y complicadas, y posiblemente una parte de ti negase esto que se estaba abriendo paso en nosotros a marchas forzadas. Noté cómo parte de mí se dirigió a tu rostro sofocado, ardiente, y observé las lágrimas que brotaron de tus ojos. Yo no lloro, sin embargo me apropié de esos primeros sollozos para poder expresarme junto contigo.

Deja un comentario