“(…) basta sentir el aire para saber que no estás sola,
sobrevives en cuantos te rodean (…)”.
Luis Rosales, Diario de una resurrección.


II
¡Y yo qué pensaba que había sufrido lo indecible con esas primeras pruebas!
Desconozco cómo podía sentir cada vez más plenamente lo que padecías, o quizá fuera a la inversa, ¡qué difícil distinguir el límite!: las náuseas se incrementaban con el paso de los días, la luz del sol nos molestaba al menor roce, las heridas y llagas se multiplicaban y yo no lograba acertar qué rumbo tomar, y cuando lo hacía, no servía de nada y comencé a escuchar tus quejas. No había enfado ni excesiva tristeza en esos lamentos, sino más bien un deseo de recobrar tu vigor anterior, y de no provocar indirectamente el dolor en tus allegados.
“No puedo con mi alma”.
“No, gracias, no tengo hambre”.
“Me gustaría dormir… Lo necesito. Y quisiera despertar de este mal sueño”.
Y a la vez agradecías las caricias, los besos, los abrazos. Valorabas como nunca el hecho de dejarte coger la mano y dejarla apoyada durante un tiempo en la de otra persona, muchas veces en silencio. Yo empecé a notar todas esas muestras de cariño. Ahora que lo pienso, seguramente siempre las hubiera percibido, pero yo vivía con inercia siguiendo el ritmo previsto, con algún asalto ocasional pero dentro de lo normal.
“Tienes que descansar, y tienes que cuidarte, comprende que te estás quedando con pocas defensas”.
Me sorprendiste porque dentro de la desgana seguías buscando impulso para reconquistar cierta vitalidad. Pedías que te prestaran libros, que te pusieran música, que te hablaran de la gente o de planes o que te instalaran juegos en la tablet, y es que comentabas que no querías quedarte en tus dolores o molestias: “Quiero vivir en todo momento en-tu-siasmada, no en-mi-mismada”. La verdad es que eres rápida en hacer este tipo de conexiones lingüísticas. Y seguías musitando la letra de la canción cuando despedías a las visitas: “Con todo lo que recibí, ahora sé que no estoy solo. Ahora te tengo a ti… Así que gracias por estar, por tu amistad y tu compañía”.
De todas formas, sé que continuaban acudiendo las lágrimas a tus ojos porque una parte de mí trataba de acompañarlas, sin embargo me quedaba en la superficie enrojeciendo tus párpados y tus pómulos. “¿Crees que me voy a morir?”. Dejabas caer el interrogante y únicamente recibías miradas enturbiadas y hombros encogidos como respuestas. Los médicos afirmaban que estaban haciendo todo lo posible, pero mucho dependía de ti. De mí, pienso en realidad.
No te avergonzabas por llorar delante de otros; es tu manera de expresarte y tampoco tenías fuerza para contenerte aunque intentabas frenarte cuando tu madre se encontraba contigo: te dolía más ver su sufrimiento. Sin embargo, estabas sola la mañana en la que te echaste el pelo para atrás y unos mechones se quedaron entrelazados entre tus dedos. Derramaste unas lágrimas silenciosas mientras apoyabas tus brazos sobre las piernas dobladas en la cama. Pronto la decisión firme se abrió paso en ti y pediste que te raparan.
Otro lugar al que recurría con mi exigua presencia era donde te introducían ese producto tan extraño para mí: por mucho que observaba y palpaba no conseguía esclarecer cómo nos podía beneficiar ese líquido, por llamarlo de alguna manera.

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