A Boyne no se le podía pasar por la imaginación en qué se podría ver metido al entablar conversación con unos niños en un barco que partía de Argel rumbo a Venecia. Eran hijos de un matrimonio amigo suyo de los viejos tiempos. Sin embargo… Cada vez aparecían más niños, ¡hasta 7!

No había imaginado que siete fueran tantos. El milagro de los panes y los peces no parecía nada en comparación con la súbita multiplicación de brazos, piernas y pulmones en torno a la rústica mesa en la que transcurría la cena.

Él viajaba tranquilamente para estabilizarse junto a Rose Sellars, su amor de joven y recientemente viuda.

No era la duda ni el orgullo lo que lo refrenaba, tampoco la incertidumbre sobre los sentimientos de ella, sino sencillamente su aceptación de las cosas tal como eran. Había conocido tantos amores fáciles en el curso de su vida, tanto había llegado a hastiarse de noches sin mañana, que necesitaba sentir que existía una mujer en el mundo a la que casi tuviera miedo de cortejar. Rose Sellars había elegido que él la conociera sólo como la amiga perfecta; y Boyne pensó que, al menos en un principio, no alteraría esa imagen construida con tanto esmero. De haber sospechado la amenaza de algún rival no habría tolerado la menor demora pero, a medida que recorrían juntos el pasado de ella, más crecía en él la seguridad de que los fríos y vacíos años dejados por su matrimonio eran para él. De un modo muy masculino, esto lo tranquilizaba más que estimulaba, aunque rechazaba con mayor indignación que nunca la idea de que, ahora que podía tenerla, se le antojaba menos deseable.

Y no sabía que se iba a encontrar liderando un movimiento de unión por los niños: resulta que algunos son hermanos y otros hermanastros, frutos de diversos matrimonios y divorcios. Al señor y la señora Weather, se suman un príncipe italiano y una actriz, y quizá algunos más… Por ello corre en peligro la convivencia unida de los niños, ya cansados de tanta división.

Judy, la hermana mayor de 16 años, la niñera y la institutriz consentirán en el motín y se escaparán del alcance sus padres que han retomado sus discusiones. Boyne quedará conquistado por el carácter indómito, particular y auténtico de la joven Judith, la cual sale de los posibles esquemas de mujeres británicas de la época.

Judith lo recibió en la puerta de la pensión con un abrazo que hizo volar la pamela entre las matas de grosellas y descubrir su pelo ondulado y sus ojos llenos de risa para que él los examinara atentamente.

-Pareces un pensamiento esta mañana -dijo Boyne, sorprendido por el parecido que sus ojos ovalados y de un tono marrón terciopelo guardaban con el inquisitivo rostro de la flor de las montañas. Pero Judith no era amante de la jardinería y despreció el símil con una mueca.

-¡Qué horror! ¡Esas cosas que se prenden de un alambre para hacer coronas de muerto! No tengo la menor sensación de asistir a un funeral. Es fantástico estar aquí y haberte encontrado. Te quedas a almorzar con nosotros, ¿verdad?

Boyne busca pronto el apoyo de Rose, no obstante, no quedará claro dónde se encuentra su corazón.

¿Siempre era así el matrimonio? ¿Era el puerto final de Boyne tan sólo una dársena de agua estancada, como la del resto de la gente? ¿O era el hecho de haber vagado tantos años sin hogar lo que le hacía sentirse irritado ante la menor contrariedad, o cualquier argumento basado en consideraciones sociales lo que le causaba tan mal humor?

No podremos evitar la sonrisa que surgirá en algunos momentos de ironía y sarcasmo, o de golpes absurdos de humor, y la extrañeza ante las posibilidades en que acabe la historia.

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