“(…) te acrecientas mirando,
la luz que te despierta te acompaña”.
Luis Rosales, Diario de una resurrección.




III
El frío nos penetra. Al parecer te ves las yemas de los dedos violáceas, y yo lo sé porque lo musitas para ti en tu, nuestra, soledad. Ahora sabes que soy yo que siento tu misma frigidez. Me miras casi cara a cara pues la piel se ha vuelto tan pálida y aparentemente más fina pero es la fragilidad la que se ha apropiado de ella.
Te cuesta respirar porque no te habitúas al aire del ambiente de la sala: “Demasiado limpio y puro para lo que mis pulmones están acostumbrados”, comentas entre risas, ciertamente forzadas, a tu familia cuando te visitan y te ven desde el otro lado del cristal. En ocasiones entra tu madre, tu hermana, alguna que otra persona cercana, con el “disfraz” como dices tú. Te parece una exageración contemplarles con esas mascarillas, guantes, batas, ¡hasta con calzas! “Es que tienes las defensas a cero, cualquier infección puede acabar contigo”. Y te encoges de hombros, y te dejas hacer como has hecho durante todo este tiempo.
Es un logro cuando informas a los médicos y a tu familia que el desayuno o cualquier comida “se ha quedado dentro”: si ya eras delgada, ahora cada vez más pues apenas consigues retener lo que comes.
“Por fin ya sabemos quién va a ser tu donante: tu hermana L”.
“Pero si tiene pánico a las agujas, a los médicos…”.
“Es la única que tiene la máxima compatibilidad y ha dicho claramente que no hay que hablar más”.
“¿Y ahora qué?”
Esta pregunta no formulada en voz alta resuena en mí: yo ya no sé qué pensar. De hecho, ya apenas puedo hacerlo: me he diluido tanto que cada paso que avanzo por ti, por decirlo así, me supone un esfuerzo fatigoso. Y este agotamiento te lo traslado a ti: hay momentos en que no retiras las cortinas para ver a la gente que te viene a ver. Aprecias y agradeces su cariño, no obstante te fallan las fuerzas… o el coraje. Sería fácil dejarse dormir y no despertar.
La inercia vuelve a dirigir mi dirección pero en esta ocasión no por ausencia de problemas o por continuar la cadencia de tu cuerpo, de nuestro corazón: esta vez es la desidia, pues me quedaría inmóvil si pudiera. Ahora quiero dejar de hablarte, no puedo más, y mientras me nublo te escucho tararear con voz apenas audible para otros que no sea yo: “Eso que tú me das es mucho más de lo que pido. Todo lo que me das es lo que ahora necesito”.

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