En aquel instante, cerraste los ojos.
Comenzaron a dibujarse sombras, siluetas,
relieves disonantes... y silencio.
Tragaste la densidad muda
hasta impedir tu respiración fluida.
Diste unos cortos pasos:
el polvo de los guijarros ascendió
y se coló por tus ojos, por tus labios.

No era calor lo que sentías,
antes un sutil hielo te penetraba
en cada jadeo, en cada mirada.

Un crujido rompió el ambiente callado.
Te giraste con esfuerzo;
y entonces, lo viste.
No había cuerpo,
pero ¿cómo lo veías?
No había movimiento,
pero ¿cómo se acercaba a ti?
No había vida,
¿y cómo estabas tú ahí?

Juntó su no-rostro con el tuyo,
te susurró palabras,
nítidas y sin sonido,
que únicamente tú entendiste.
Te llevaste una mano a la mejilla,
ahí rozaban los no-murmullos.
Una deriva húmeda y cálida.

Quisiste decir algo,
pero entonces te besó la frente.
¿Cómo lo notaste si era etéreo?
Mientras te tocabas la frente,
él comenzó a caminar.
Ascendió. Una luz frágil lo conducía.
Comprendiste.

Tus ojos derramaron al fin la despedida
y, al caer al suelo,
abriste los ojos.

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