Segunda parte de Los días del Cáucaso. Llega a París respirando por todos los poros la libertad, el progreso, las fiestas… Huye de su patria, de dudosa identidad nacional, de su marido que le produce repugnancia.

Lloraba por mí misma, pero también por él, mi marido, mi verdugo involuntario en cuyo verdugo, a mi vez, me convertía yo a mi pesar, ambos víctimas… Pero me repito. Y reanudaba mi letanía: no era culpa suya ni mía, pero no podía quererlo, solo podía odiarlo.

Aquella primera noche pasada en París entre la incertidumbre y la alegría, entre grandes esperanzas y la duda, me sigue pareciendo hoy en día la prefiguración de toda mi vida.

Ahí se encuentra con parte de su familia: su prima Zuleika la acoge en su apartamento modesto. Se ha casado con un español, y además pintor, rebelándose a su familia y a sus tradiciones. El ambiente se torna en cierto modo bohemio: la magia de París se amplía.

La autora que relata su vida comienza a buscar trabajo. Lo necesita para vivir. Y la solución la encuentra en convertirse en modelo. Se sorprende al verse aceptada: aunque tenga rasgos exóticos y orientales, dista mucho de ser una belleza.

De manera casi repentina hace aparición una figura querida, admirada y temida: Gulnar. Ésta se la lleva a vivir con ella en un apartamento más lujoso: su pareja es un ruso adinerado que se desvive por ella. Sin embargo, vive abatido por las dudas que le provoca su mujer. Gulnar continúa viendo el matrimonio como algo aburrido y que no debería durar mucho: la «vida» está en tener numerosas aventuras.

De hecho, no comprende que su prima, nuestra autora, esté tardando en buscar amante.

Viviremos también las relaciones que se fraguan en el París de esa época, donde se cruzan franceses, rusos, orientales, ingleses, americanos…

Me siento tan distinta a ellos, a los rusos de allá, a los ru- sos de aquí, con su nacionalismo, por no decir chovinismo, su necesidad de aferrarse con toda su mentalidad de emigrados a un pasado muerto. Algo enorme también me distingue de ellos, quizá para mi descrédito: su amor por la patria que yo nunca he conocido, porque Rusia para mí no es nada y el Cáucaso poca cosa, un lugar donde nací pero donde nunca estuve a gusto, por motivos que mi razón ignora.

Y que, por otros motivos que mi razón ignora, me siento a gusto en Occidente, sin por ello renegar de mi parte de Oriente, que siento viva en la profundidad de mi ser.

En este punto empiezan las búsquedas, los deseos insatisfechos, los interrogantes acerca de la auténtica libertad, hacia dónde puede dirigir el dinero y la reputación… Amistades que sirvan de guía no faltan. Y ante todo, la decepción y la frustración gobiernan su carácter impidiéndole encontrar un resquicio de felicidad. Y entran las vacilaciones más fuertes…

¿No crees que habríamos sido más felices si hubiéramos seguido llevando el velo como nuestras abuelas? ¡Sin problemas de trabajo, de hombres, de libertad! Teniendo algún niño de vez en cuando, saliendo entre mujeres, el hammam… Ay, Gulnar, qué desgraciada soy…

Pero hasta en la oscuridad más absoluta cabe un asomo de esperanza. O, al menos, de encontrar un sentido y una trayectora.

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