Me he vuelto a asomar al teatro español, a la comedia, más concretamente, al ingenioso e irónico humor de Jardiel Poncela.
Los obstáculos posibles para el amor aquí se pueden resolver gracias a un científico que roza la locura. Dos parejas necesitan «parar» el tiempo, o que transcurran muchos más años para poder unir sus vidas como desean.
Y entonces aparece entre los rostros aquejados por el disgusto y la frustración el doctor Bremón con la solución…
No obstante, a pesar de la victoria lograda, quizá entre cierto arrepentimiento, incluso asqueamiento por el nuevo modo de vivir.
VALENTINA, (Dando un paso, enfurecida.) ¡Cállese! Le he dicho otras veces que no nos hable de ellos… ¿Por qué recordárnoslos? A usted le consta que la vida entre los seres queridos, que es la base de la felicidad, resulta insoportable para los que estamos condenados a vivir siempre y a no envejecer nunca… y con su maldito descubrimiento ha logrado usted que tener hijos, en vez de ser una dicha, sea un tormento atroz. ¿Cómo se atreve a hablarnos de ellos?
RICARDO. ¿Ni cómo te atreves a hablarnos de nada? Se ama la vida porque se sabe que va a concluir; pero, cuando se sabe que no va a concluir, se la odia. Por eso la odiamos nosotros. La vida, que es movimiento constante, para nosotros se ha parado indefinidamente y, en lugar de correr como un río, se ha estancado como un charco. Somos corazones con freno; a fuerza de saber que ellos latirán siempre, tenemos la impresión de que no laten ya. En realidad, es como si no tuviéramos corazón. Somos unos absurdos en pie. El ser más despreciable del mundo es más feliz que cualquiera de nosotros.
El deseo de sobrevivir al tiempo que pasa inexorable se ha vuelto realidad. Pero ese «freno» tendrá sus consecuencias, y Bremón deberá continuar sus investigaciones cuando la situación se extralimite…
RICARDO. Nuestra juventud, Valentina, no es más que exterior. Aunque no se envejezca, se envejece. Y yo ya tengo noventa y tres años y tú ochenta y ocho. Y por mucho que queramos olvidarlo, la verdad es que en nuestras almas, casi centenarias, ya no hay deseos, ni ilusiones, ni ensueños; ya no hay más que esa cosa helada que es la senectud.
VALENTINA. Sin embargo, yo… Hay días que recobro los ánimos y pienso en que, si hiciésemos un esfuerzo sobre nosotros mismos, quizá lográramos vernos mutuamente de otra manera.
RICARDO. ¿De otra manera?
VALENTINA. Como antes… Como entonces…RICARDO. (Rompiendo a reír.) Como entonces… Con dos hijos ya viejos… Con una nieta que no tardará en casarse… Y con casi un siglo en el alma… ¿Así crees que podemos llegar a vernos como antes? (Vuelve a reír.) Valentina, eres una vieja loca.
¿Y convertirlo en regresión? ¿Será entonces la solución?
Y tú, ¿sabes darle el valor que tiene al tiempo, a los límites… al amor y a la muerte?
RICARDO. Todos llevamos razón, Emiliano. Ellos son viejos y piensan y sienten como viejos; pero ése no es motivo para que quieran sacrificarnos a nosotros en plena juventud feliz, que se nos va de la mano por días…
BREMÓN. ¡Ahí le duele, que hay que aprovechar cada hora!
VALENTINA. ¿Cada hora? Cada minuto… Cada segundo hay que aprovecharlo y estrujarlo, y consumirlo en reír y en disfrutar del sol, del aire y de la luz que lleva uno dentro. Y en quererse… (Se abraza a RICARDO.)
BREMÓN. En quererse. Está dicho. (Abraza a HORTENSIA.) Tú, Emiliano, no puedes comprendernos… EMILIANO. No, señor. Para mí, morirse es un error.
