Desgarradoras las breves frases que componen estás páginas, como devastadoras son las voces que surgen de dos cuerpos: el de Matilde y el de Thibault.
Una, viuda con tres hijos y oprimida, víctima, abusada en su trabajo por el trato frío, humillante y cruel de su jefe, aunque hasta ese momento habían trabajado muy bien juntos. Se aferra a la carta que le ha dado su hijo de un juego como si fuera realmente a protegerla de los ataques constantes y mezquinos a los que se ve sometida. Un dolor que se acrecienta al propagarse entre los demás compañeros…
Hace tiempo que Mathilde ha perdido el sueño. Casi cada noche la despierta la angustia, a la misma hora, sabe en qué orden va a tener que contener las imágenes, las dudas, las preguntas, se sabe de memoria el recorrido del insomnio, sabe que va a darle vueltas a todo desde el principio, cómo empezó, cómo se agravó, cómo llegó a ese punto, y esa imposible vuelta atrás. Todo esto no puede estar pasando sino en un sueño, todo esto no es más que una pesadilla de serie B, un escalofrío en medio de la noche que no significa nada.
Thibault entrega su cuerpo a una mujer una vez y otra, esperando recibir al fin algo de lo que siente él por esa relación que se ha vuelto tóxica. Sólo son cuerpos, nada más, y ella no espera otra cosa de él. Pero él, médico apenas por tener unos dedos amputados, trata de sostener vidas que le son confiadas. Pero el vacío se apodera cada vez más de su respiración, de sus latidos, y de su caminar, cómo lo hace en aquella pobre anciana sola que espera a la muerte… y lo que puede hacer él es recogerle la dentadura…
Su vida está en el corazón de la ciudad. Y la ciudad, con su fragor, cubre las quejas y los murmullos, disimula su indigencia, exhibe su basura y su opulencia, acelerando sin cesar. Ha hundido sus manos en el vientre de la ciudad, en lo más profundo. Conoce los latidos de su corazón, sus antiguos dolores que la humedad revela, sus estados de ánimo y sus patologías. Conoce el color de sus hematomas y el vértigo de su velocidad, sus secreciones putrefactas y sus falsos pudores, sus noches de alboroto y sus mañanas de fiesta. Conoce a sus príncipes y sus mendigos.
El descenso por ambos no ha hecho más que comenzar y no se sabe cómo podrá terminar una vez se roce el subsuelo de sus almas.
Asombra cómo un lenguaje roto por dos personajes que se van rompiendo puede causar maravilla en nosotros. Asombra porque son abismos que también nos los encontramos, o quizá tropecemos con ellos. Y fuera de amargar como puede hacerlo lentamente un alimento, golpea el interior y nos hace abrir los ojos. Porque quizá, si, seguramente, los tengamos en el asiento de al lado del metro, enfrente, de pie… y no nos demos cuenta del sentimiento de ajenidad que nos apresa.
¿En qué adulto se convierte uno después de haber descubierto tan pronto que la vida puede derrumbarse?
