Desde que noté el primer volantazo seguido de la caída por un precipicio, me lancé a los asientos traseros: mis hijos. El tiempo en que el coche descendía por la pendiente, volcando una vez y otra, se me hizo eterno. Jack salió disparado por su puerta…
Al parar, salimos a duras penas Lou, Oz y yo. Y le vimos… no había nada que hacer: el fin de un escritor, de un marido y de un padre. Antes de que una nube me paralizara todo el cuerpo durante meses, Lou, mi hija mayor de doce años, me miró con odio: yo había provocado sin querer la discusión que propició el accidente. Y ella adoraba a su padre…
Desde ese instante, aunque sané de mis heridas y contusiones, me quedé inmovilizada. Oz hacía lo imposible para “despertarme”, pero Lou le desanimaba diciendo que no valía la pena.
Nos han trasladado a Virginia, a las altas montañas, donde vive una abuela de Jack. Van a conocer el mundo del campo, del corral, de las minas… Lo salvaje, lo árido, y la riqueza que esconde.
¿Qué será de ellos? Están acostumbrados a la vida en Nueva York… ¿Se defenderán de la vida dura y salvaje? Mientras, yo… escucho sin mover siquiera los ojos, quieta… ¿tendré de nuevo el aliento, el motivo, la fuerza para zafarme de esta capa de acero que me aprisiona?
