Este verano me he leído un pequeño tratado filosófico, sencillo y profundo simultáneamente, titulado Ebrietas, de Íñigo Pírfano.
Reflexiones sobre la mirada del arte y del artista, su lenguaje…esa «ebriedad» que se apodera de su alma y por la que grita todo lo que guarda en su interior. Únicamente quiero compartir un pequeño fragmento, aunque seguiré transcribiendo más adelante.
El arte es una vocación. El artista sabe que lo es. No le cabe la menor duda. Ha sido llamado para esa misión. Y el verdadero artista siente la responsabilidad de poner esa fuerza creadora al servicio de los demás hombres. No tiene derecho a adueñarse de un poder que no es suyo; ni mucho menos ponerlo al servicio de ninguna ideología -sea del color que sea- ni de las veleidades de sus propias patologías (…). La virtud propia y principal del artista debe ser la humildad. La humildad y un cierto espíritu de duda que le permitan adentrarse con seguridad -valga la paradoja- por la misteriosa senda de la creación, confiado exclusivamente en la dignidad del mensaje que ha de transmitir.