Me he topado con un par de fragmentos de dos libros que tenía guardados: en un día de lluvia me los encontré mientras tenía en mente diversas ideas. La palabra «sufrir» resonó en mi cabeza y la miré de frente, tratando de entender su incomprensibilidad, tratando de desentrañar qué sentido puede tener…

Lo que me han descubierto ambos textos es la tendencia cuando lo palpamos en nuestra piel: la inclinación a encerrarnos, a aislarnos, a hurgar en la llaga dando un sentido victimista a lo que nos sucede. Porque nos cuesta ver más allá, el dolor nos impide dirigir la mirada de frente y se queda pegada a nuestro sentimiento. Y lo que asimismo me han revelado es la necesidad de acudir a otros, no sólo para compartir, sino para volver a iluminarnos con la esperanza, la cercanía, la sonrisa…

El sufrimiento no tiene la última palabra: ésta nos pertenece, la poseemos si queremos vivir libres. Una vez pasado el tiempo «de duelo» para recuperar el ánimo, el cuerpo, el corazón, basta una palabra para sacudirse y seguir caminando hasta volar, con una mayor sensibilidad, un mayor sentido y una mayor conciencia de lo que significa vivir.

Una vez más, la literatura se alza como maestra de vida: sus palabras universales y atemporales emergen para hablarme a mí, en mi situación concreta.

Hablaba como lamentándose. Hay en el pueblo un dolor silencioso y paciente, que se encierra en sí mismo y calla. Pero hay también un dolor a flor de piel: rompe en lágrimas y desde ese instante se va en lamentos. Pero no es más leve que el dolor silencioso. Los lamentos, en este caso, no dan otro consuelo que el de lacerar y desgarrar aún más el corazón. Semejante dolor ni consuelo desea, se nutre con el sentimiento de ser inconsolable. Los lamentos son tan sólo una necesidad de hurgar incesantemente en la herida.

Los hermanos Karamázov, F. Dostovievski.

Lo confieso: una sensación de aislamiento me envuelve como densa niebla. Me siento detenida en el dintel de una vida cuyas puertas no se abrirán para mí jamás. Al otro lado todo es luz, y música, y armonía, pero no se me permite entrar. El destino silencioso e implacable me cierra el camino. De buena gana le preguntaría la razón de su despótico decreto, porque mi alma se subleva contra la ineludible ley; pero mi boca se niega a pronunciar las palabras margas o fútiles que me vienen a los labios, y me ahogan como lágrimas retenidas. Alrededor de mi alma se hace un silencio inmenso. Pero un momento después luce como una sonrisa un rayo de esperanza, y una voz me dice al oído: hay dicha en olvidarse de uno mismo. Entonces trato de hacer mi sol de la luz que reflejan los ojos de los demás; mi sinfonía, de la música que los arrulla; mi felicidad, de la sonrisa que ilumina sus labios.

La historia de mi vida, H. Keller.

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