¿Por qué te escondes así?
Siempre, a cada instante.
Acudes con tu fuerza
y la llenas y la cubres.
Rodeas cada pizca de sus sentidos
y, al retirarte, dejas tu huella.
Cuántas palabras inexistentes.
Cuántas ideas vagan de un lugar a otro,
y una, al menos, vive ausente.
Ésa que colmaría una sed inquieta.
Ésa que empujaría aún más su anhelo
hasta buscar saciarse.

Y vuelves.
Con un rumor y presencia constante,
acaricias la llanura, las curvas,
los giros y los silencios.
La encuentras siempre así:
insatisfecha, ávida, con premura,
ansiando el reencuentro por el que,
una vez más, se funde.
Ni un yo ni un tú,
ni siquiera un condescendiente nosotros.

¿Por qué?
¿Por qué sobran unas tantas palabras,
y en ocasiones faltan?
Se extinguen al pensarlas,
cuando las rozan los labios o la idea,
al nombrarlas. Huyen de toda intención.
Pero existen. Sin duda.
Sí, posiblemente: esto es desear.
Sin embargo, ¿cómo puede esta palabra
vivir tan escasamente, tan rendida?
Breve, suave,
como palpando el fuego y el hielo,
el celo y la indiferencia.
¿Cómo puedes tú asumirla con cada
búsqueda? ¿Cómo puedes provocar su suicidio sin fin?
Todos los sentidos la persiguen.
Tú mismo.
Ella.
Piensa ella que la sed de estrellas,
de universo,
es suficiente.

Pero sabe que no.
Porque tras cada acercamiento,
tras cada abrazo que la cubre,
tras cada llama y noche que la unen y penetran,
sabe que ya no es ella.
Sólo un reflejo
o una visión de lo que fue.
Y de nuevo esperará la llegada,
deseando, ¡indigente palabra!,
que la alcance inmensamente.

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