Hace unas semanas inicié un reto literario con Adriana, una amiga que desde el primer momento descubrimos que nos unen bastantes cosas que nos apasionan. El reto se estrenó con la palabra «tinta«. Y allá va el relato que escribí.
¡Gracias, Adriana, por impulsarme en un momento en que la inspiración no llegaba! Tampoco tenía fuerzas para el esfuerzo…
Blanco. Liso. Vacío. Tirante…
Una vez más me enfrento a él. Silencioso. Tenso. ¿Melancólico? Hueco. Lo miro… hasta que de nuevo el desánimo acude a mí. Y me domina.
Me cubro la cara con fuerza: las palmas de las manos querrían fusionarse con mis mejillas. Los dedos tratan de aprisionar mis ojos. Sin embargo… persiste la imagen: blanco y mudo. Paulatinamente, miro dentro. Adentro. Vuelvo mis ojos sin dejar de hacer presión con los dedos.
Un inquietante desorden gobierna mi mente: ideas, sensaciones, sentidos, frialdades, rebeliones… Todo fluye mezclándose en mi dentro. Y comienza a escocer… Los párpados tiemblan bajo las yemas. Una mueca libera una lágrima, metálica y ardiente. Pero los dedos ejercen su poder tirano… y la retiran con desprecio altanero.
Un instante después, la rebeldía surge en el pecho: un grito mudo se alza. Lucha contra el déspota… ¿Vence?
¿Vence?
Me arrojo sobre el blanco callado, vertiendo el desahogo que brota de mí. Congoja que he pretendido disimular…
Mis manos arrugan el blanco liso que se halla frente a mí. Y al fin… me decido. El forcejeo que he escondido dentro emerge al coger la pluma. Aquella pluma que… Y comienzo a manchar la nívea imagen, el papel taciturno.
Y mi pluma toma la palabra, que es el dominio. La tinta negra comenzó a emborronar el vacío:
“Blanco. Liso…”.