El título de este libro apareció ante mis oídos en diversas ocasiones: mi familia, unos amigos, en clase del máster… Hasta que al fin encontré el momento en el que me dije «¡ahora!». Y mis ojos empezaron a desmenuzar numerosas historias.

En ocasiones era una mueca, un ligero rictus en la cara; en otras, era cerrar el libro susurrando en silencio que ya bastaba por aquel día… y en todo instante, la necesidad de contar lo que estaba leyendo.

Me resulta muy difícil explicar brevemente qué ha supuesto este libro para mí: especialmente, una profunda pena ante tanto sufrimiento, ante tanta reincidencia en el mal y el dolor… La magnitud de un país como Rusia vinculado a una conciencia de esclavitud, a la guerra, como yo apenas había palpado con mis escasas nociones de Historia.

La autora, Premio Nobel en 2015, dibuja historias de estalinistas, de los que apostaron por la perestroika, de los decepcionados, de los que deseaban haber vivido los tiempos de la URSS, de los que se resistieron… Y en todas ellas, guerra, muerte o soledad. Ella misma afirma que

«nunca fuimos conscientes de la esclavitud en qué vivíamos; aquella esclavitud nos complacía. Habernos perdido los años de la Revolución y la guerra civil nos producía un dolor tan intenso que casi nos arrancaba las lágrimas. ¡No habíamos estado allí! Ahora una echa la vista atrás y se pregunta si de verdad aquellas personas éramos nosotros. ¿Así era yo? ¿En serio? Todos contábamos con una sola memoria, la memoria del comunismo. Compartimos una misma casa en la memoria».

Sin embargo, también aparece el amor: una historia del tipo Romeo y Julieta entre una armenia y un azerí, otra entre una mujer libre y un preso por el que lo deja todo, hasta su propia familia… Pero si hubiera que hablar de un elemento que esté presente en todas las historias sería el desgarro, ya sea por la patria, por el pasado, por la muerte de un ser querido, por el exilio…

Esto es lo que dice una de las entrevistadas por Svetlana:

«Ya se sabe que a la gente le gustan las intrigas palaciegas. Pero le diré algo: a los testigos también se les puede manipular. No son robots. Son manipulados por lo que ven en televisión, por lo que leen en los periódicos, por sus amigos, por los in- tereses corporativos… ¿Quién está en posesión de la verdad? Yo creo que la verdad sólo están en condiciones de buscarla las personas que han estudiado para hacerlo: los jueces, los hombres de ciencia, los sacerdotes. Todos los demás estamos a merced de nuestras ambiciones, de nuestras emociones… (Calla). He leído los libros que usted ha publicado y creo que hace mal en confiar tanto en el hombre, en la verdad que pueda comunicarle un hombre… La historia recoge la vida de las ideas. Y no son los hombres quienes la escriben, sino el tiempo«.

No quiero terminar este post sin recoger otras palabras de la periodista que pronunció en su discurso, tras afirmar que tiene tres hogares muy queridos: su tierra bielorrusa en la que vivió, la tierra ucraniana de su madre y donde ella nació, y la cultura rusa, que le ha configurado.

«Hemos dejado pasar la oportunidad que tuvimos en los años noventa. En respuesta a la pregunta: ¿Qué debemos ser, un país fuerte o bien un país digno donde se pueda tener una buena vida? Hemos elegido la primera opción: un país fuerte. Así hemos vuelto a los tiempos de la fuerza«.

Os dejo un artículo suyo por si queréis saber un poco más:

Pincha aquí para leer.

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Elvira

2 comentarios sobre “El fin del homo sovieticus, de S. Aleksiévich

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